22 jun 2015
Naciones cartesianas

Apenas ha abandonado la patera, el emigrante rescatado por la policía costera del país destino comienza a consumir diariamente mucha más energía de la que ha venido gastando en su vida hasta ese mismo instante. Acaba de cruzar la frontera –cartesiana, delimitada en un mapa– de una nación que pertenece al mundo desarrollado.
La alimentación diaria de un adulto supone tres mil kilocalorías. Son las contenidas en una dieta equilibrada de medio kilo de comida (unos cien watios), sea su país desarrollado o no y siempre que no pensemos en un deportista de élite o en alguien que desarrolle un trabajo físico duro. Si es rico y glotón puede consumir el doble, pero enfermará o morirá pronto si persiste en su empeño. Si es pobre y sólo consigue la mitad también morirá pronto, aunque haya profesionales de pasarelas de moda que rocen esta mitad, jugándose la vida.

Distinguimos bien a pobres de ricos por la calidad gourmet de sus comidas, la mesa de sus casas o los restaurantes que frecuentan. Pero no por la cantidad de alimento consumido (o al emigrante antes y después de cruzar la frontera). En cambio, la diferencia es clara si comparamos sus gastos en energía no alimentaria –’exosomática’–. Ocurre aún dentro de una misma sociedad, desarrollada o no. Así, el combustible usado en fabricar y mover el vehículo que usamos, sea éste público o privado, la casa que habitamos o dónde y cómo pasamos las vacaciones. El rico puede consumir miles de veces más energía que el pobre.

Entre los viajeros que cruzan el Mediterráneo hacinados en barcos de juguete y quienes vivimos a este lado del Mare Nostrum hay una diferencia clave basada precisamente en el consumo respectivo de energía no alimentaria. Este gasto, que no mide bien la calidad de vida pero sí su nivel –el standard of living–, es un atractor clave en la penosa odisea de estos viajeros. Casi 3.500 se ahogaron en este mar el año pasado. Los que llegaron a ‘buen puerto’ y consiguieron quedarse no gastarán nunca la energía de los auténticos ricos, pero se adaptarán pronto a su nueva vida olvidando tal vez las pasadas penurias.

«...hoy el mundo está globalizado y los retos de la felicidad son distintos»

Para que no crucen este mar, las naciones del lado norte, consumidoras de cantidades colosales de energía exosomática, disponen férreas fronteras. La preocupación por el miserable negocio de transporte y trata de quienes quieren entrar aquí, sirve a este flanco como pretexto para discutir detalles, de manera asombrosamente oficial, del bombardeo en sus puertos de salida de los ajados barcos que ayudan a cruzar el maldito mar. Bombas, armas precisas y murallas, están entre los logros tecnológicos más eficaces de la historia de los conflictos humanos de buenos contra malos (¿contra quienes, si nó?). Esta carísima tecnología, rentable para unos y mortal de necesidad para otros, siempre intentó resolver innumerables rivalidades en pro de la felicidad de los primeros. No gusta que nadie la perturbe y sobre todo es insoportable que además venga de fuera.

El hecho es que hoy el mundo está globalizado y los retos de la felicidad son distintos. Por muy cartesianos que veamos los límites de nuestro país, comunidad o casa, todo el planeta está conectado hoy como nunca lo estuvo antes.

Hay, no obstante, algo no contemplado tras la defensa de las eficientes fronteras: existe una relación inversa entre la rapidez del crecimiento de las poblaciones humanas (r) y la energía exosomática que consumen (e). Un alto nivel de vida de un país supone un bajo crecimiento demográfico y su envejecimiento poblacional. El bajo nivel de vida que tenga otro señala su alta natalidad. R. Margalef destacaba cómo la suma r+e ofrece el mismo valor en los países desarrollados que en los no desarrollados. Los ecólogos consideran a esto como una forma de competencia entre poblaciones.

Recordemos cómo, no hace tanto tiempo, el bajo valor de r de las naciones ricas abrió sus fronteras a inmigrantes-trabajadores útiles para su crecimiento económico. Cuando el trabajo no importó tanto y e había alcanzado un valor bien alto, los extranjeros debían marcharse, por innecesarios, a sus lugares de origen o a cualquier otro sitio. El «problema» es que éstos y sus hijos se quedan aquí, con su adquirida cultura de desarrollo y algo, o mucho, de sus respectivas costumbres, tradiciones y religiones. Esto, más todavía que su raza, fue motivo del apartheid europeo que acaba de reconocer ahora el propio primer ministro francés. Pero nadie quiere marcharse de un sitio si éste es más agradable u ofrece más ventajas que otros. Fue justo lo contrario lo que sucedió cuando emigraron. La circunstancia ética, moral, o no sé bien como llamarla, es que debemos –tenemos que– aprender a convivir en una sociedad que, global y localmente, la forman personas diferentes y multiculturales que quieren habitar un mismo sitio: ciudades, pueblos y muchos campos abandonados de los países industrializados. Además, en apenas una década habrá en Europa unos 20 millones más de jubilados, así que el apartheid quizá no sea bueno y sí lo sea ir agilizando la desconocida «tarjeta azul» para permeabilizar fronteras.

La ayuda al desarrollo es un aforismo en el que mucha gente no cree. No es otra cosa que aumentar un poco el valor de e en los países subdesarrollados. Tienen que hacerlo los Estados ricos, y necesitan la participación de los empresarios. Ninguno de éstos invierte en negocios improductivos –las empresas no son ONGs, aunque a su imagen convenga, además de aminorar impuestos, dedicar algún recurso a la «responsabilidad social corporativa»–, de manera que mediando como siempre el dinero, debiera ser prioritario en los preocupados ministerios de asuntos exteriores europeos promover la inversión (incrementar el valor de e) también en los países todavía subdesarrollados. Algunos empresarios empezaron ya a verlo claro. Un consumo energético más elevado supondría un descenso de r en poco tiempo y la emigración no estaría tan forzada como ahora. Claro que también lo está por la precaria estabilidad sociopolítica. Sin estabilidad no acudirá el dinero a la nación receptora de la inversión. Lo dicen siempre los políticos de derechas en sus campañas electorales. En esto están curiosamente de acuerdo casi todos los banqueros, empresarios y emigrantes. Pero favorecerla no es tarea de ellos sino de acuerdos internacionales complejos que competen a las Administraciones. Y parece que hubiera pocos políticos lúcidos animados ante estos retos.

Olvidando, como estoy haciendo ahora, casi cualquier consideración ética y «ambiental» y pensando en alternativas más imaginativas que bombardear mercantes herrumbrosos, los banqueros y empresarios con posibles deberían apostar por estas opciones. Al menos los que no estén implicados en la industria armamentística.

F. Díaz Pineda
Catedrático de Ecología, Universidad Complutense de Madrid.
Miembro de ASYPS.

TRIBUNA 01

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